El egoísmo es la fuente de todos los males.

Su misma definición, pone como fuente y protagonista al ser humano; de él emana esa actitud y a la vez él es su destinatario y víctima.

Hacer un mal hacia uno mismo y por propia mano sería la escena que sintetiza este concepto.

Encuentro sentido en esto cuando entiendo que el endiosamiento de uno mismo, lejos de fortalecer al individuo, lo debilita, porque creyéndose tábula rasa o fiel de la balanza, se corta a sí mismo de las posibilidades infinitas que le da abrir su mente a ideas ajenas a las suyas, nuevas ideas que significan un evidente enriquecimiento de las suyas.

Si mi razón es superior, los otros parecen entonces menos valiosos y el destino del viaje personal, que busca inherentemente lo mejor, sería Yo. Yo en búsqueda de mi Yo. No un viaje de descubrimiento, sino uno de confirmación en el que yo ya creo que soy un tesoro, sólo por haber nacido y sin necesidad de mayores pulimientos. ¡Qué paradoja tan delicada y de interpretaciones tan acomodables al modo de cada quien!

Pero, esto iría en realidad en contra de uno mismo porque sin contrapeso, ni guía, ni perspectiva, el abismo sería el pronóstico más acertado; un ojo no puede verse a sí mismo sin ayuda externa.

¿Cómo podríamos mejorar -esencia intrínseca de la vida- si no tenemos una comparativa de un antes y un después, si no contamos con la referencia de un punto de partida ante un punto ideal?

El egoísmo conduce a interpretaciones paranoicas donde los otros confabulan siempre en una cruzada sin fin contra mí. ¡Qué situación tan contraproducente que nos separa de los otros de quienes buscamos protegernos a partir de esta paranoia! El principio de la vida es la cooperación y el egoísmo es un atentado contra este principio.

El egoísmo debilita nuestro vigor y capacidad de éxito porque nos apacigua con justificaciones que validan nuestra parsimonia y nuestro confort, vestidos de justificado descanso.

Es cierto que gozamos de un mecanismo de defensa real ante las hostilidades naturales del entorno, pero en un ambiente de egoísmo, la autoprotección se vuelve autocomplacencia y autoindulgencia, y nos sustraemos de la realidad y de la justicia, principio natural de gran fuerza y contundente trascendencia.

En nuestro entorno, cuantas veces la publicidad, de una cosa o de otra, que se lanza con profusión nos sugiere con constancia esas tentaciones en las que caemos: si lo quieres, tómalo; quiérete a ti mismo dándote gusto; todo es válido si es tu libre voluntad… formidables tentaciones.

La acción publicitaria, que es voz de las empresas, pero también la voz de las familias y de la comunidad son un eco constante que repite esa conseja y la alienta.

Y a fin de cuentas esas voces, a medida que su repetición nos convence, va ejerciendo una fuerza de división que separa al individuo del grupo, debilitándolo a él y al grupo. La filosofía reconoce este resultado como objetivo del diablo, cuyo fruto de desunión es efecto de las voces que se lanzan; desunir a través de lanzar algo, la palabra que seduce.

¡Cuántas voces nos seducen hoy hacia el egoísmo!

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León Mayoral

Publicista miembro de ASPAC

“Un mundo mejor es posible”.

@AgenciaLeonMayoral